viernes, 14 de febrero de 2014
'Nebraska': un viaje de cariño y compasión, frente a la decrepitud
Envejecer no tiene ninguna ventaja, declaró Woody Allen: "empiezan a sucederte cosas malas y las opciones se reducen". Esto es lo que no queremos ver y nos resistimos a reconocer, cuando disertamos sobre las ventajas de la experiencia y la serena madurez. Allen, en su búsqueda del sentido de la vida y de la justificación de que merece la pena vivir, no deja de reconocer que él se aferra a la vida como el que más.
Si nos preguntaran cómo nos gustaría morir, probablemente responderíamos: durmiendo. Si la pregunta fuera: ¿cómo querría envejecer?, seguramente las respuestas no serían tan unánimes. Me inclino por una vida digna, por la calidad antes que por la cantidad —de años—: física, biológica, neuronal, psicológica, humana, social, material (salario, vivienda).
Hay algo de todo esto en la deliciosa y a la vez corrosiva Nebraska (EE UU, 2013), la película de Alexander Payne —Los descendientes; Paris, je t'aime; Entre copas— recientemente estrenada en España. Tragicómica y dramática. Un regalo, que el director hace tiempo tenía en mente rodar —recibió el guión años atrás—.
Una historia sencilla y pequeña, que crece grandiosamente en personajes y lenguaje cinematográfico. Payne filma en una acertada fotografía en blanco y negro, a cargo de Phedon Papamichael (B&W), el guión de Bob Nelson. Una ausencia de color que retrata, de forma magistral, a unos personajes y escenarios descoloridos y deprimidos, pertenecientes a la Norteamérica profunda. Retratos grises que difícilmente reconoceríamos en color aunque los tuviéramos delante de los ojos, tras visionar el filme.
Nos conmueve el anciano (con síntomas de demencia senil, que apenas puede andar) Woody Grant, interpretado genialmente por Bruce Dern. Nos unimos a David (Will Forte), el hijo menor de Woody y Kate (una soberbia June Squibb), en su empeño por convencer a su padre de que la carta que ha recibido, anunciando un premio millonario, no es más que un timo. Y, finalmente, nos alivia que no haya conseguido mantener en casa a su tozudo progenitor, y le agradecemos el habernos ofrecido este perturbador viaje a Nebraska.
Los cuatro miembros de la familia están resignados y abandonados en sus respectivas vidas. El padre, en su demencia neuronal; la madre, en su aparente aspereza; David, en su falta de compromiso sentimental; su hermano, Ross (Bob Odenkirk), en su tardío y forzado éxito profesional. David es el único que, valientemente, transmite directa y abiertamente sus sentimientos, comprensión y perdón, a su padre; pese a los malos recuerdos infantiles provocados por el alcoholismo, y la oposición (por cobardía, por desidia, por miedo) del resto de la familia.
Los actores bordan la definición de los personajes; la grandeza y la miseria del género humano. No sabemos muy bien si los actores secundarios son lugareños, o si los lugareños hacen de actores. Entre los familiares y antiguos amigos y conocidos de Woody, que se lanzan como buitres carroñeros al hipotético botín del premio —pretendiendo aprovecharse una vez más del incauto que nunca supo decir no—; destacar el papel del exsocio Ed Pegram (Stacy Keach).
He añadido esta película en la lista de las que quiero visionar por segunda vez; para disfrutar, apreciar y extraer nuevas texturas y matices. Junto a otras como, por citar a otra reciente, La gran belleza (Paolo Sorrentino) —con Jep Gambardella (Toni Servillo) como maestro de ceremonias—.
No puedo evitar pensar en cómo será mi propio viaje, nuestro viaje. Con el agrio convencimiento de un poder que se aboca a condenar a quien no tiene dinero: sin sanidad, sin educación, sin cultura, sin pensiones, sin asistencia social. A una beneficencia de indigna subsistencia.
Durante el corto y emocionalmente intenso viaje David transmite cariño, perdón, comprensión y compasión; a su decrépito, alcohólico y desdentado padre. Y continúa, en el trayecto de vuelta, entregándole desinteresadamente orgullo y dignidad, que superan con creces al fallido premio. Dotan de sentido a un viaje, casi clandestino y piadoso, que puede llegar a ser "un" sentido de la vida. Agachándose y escondiéndose cuando el anciano se lo ordena. Sin esperar nada a cambio. Sin la certeza de que Woody lo recuerde al día siguiente —ni siquiera que esté vivo al día siguiente—.
Iniciamos el camino de vuelta, desde Hawthorne a Billings (Montana), junto a David y Woody —en su ansiada furgoneta, sin importarnos que sea de segunda mano—; con algunos temores y muchas incertidumbres, pero también, con un cierto alivio.
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