En las épocas de vacas gordas, esas que llaman los expertos "de expansión económica" y que otros denominamos "de burbuja capitalista", se miran las cosas de otro modo. Se mira hasta el color de la piel de otra forma. Cuando los nacionales no cualificados copaban los puestos de trabajo a destajo en la burbuja de la construcción, y aún así era necesario contratar a jóvenes que abandonaban sus estudios (atraídos por los altos salarios del ladrillo) y, con todo, también necesitábamos contratar a inmigrantes.
Cuando, además de en la construcción, se contrataba a inmigrantes para las duras labores agrícolas y ganaderas en el campo. Cuando se contrataba mano de obra foránea (americana, del este de Europa, africana, asiática) para cubrir los puestos de trabajo de limpieza, del hogar, del cuidado de niños y de mayores y dependientes. En todos esos casos dejábamos en un segundo plano el país de origen y el color de la piel de esa mano de obra barata. Pero el ciclo de la divina y pesada rueda económica capitalista cambió, y continuó rodando encima de nuestros pechos y estómagos.
Ante las imágenes de las hambrunas africanas, de los millones de refugiados por guerras y conflictos armados (muchas veces azuzados por intereses económicos occidentales), en los tiempos felices se reaccionaba con una cierta conmiseración, con alguna donación y apadrinamiento, cambiando de canal o apagando la televisión. Hoy en día ni siquiera es necesario cambiar de canal o apagar la tele; podemos verlo mientras comemos o cenamos, como una catástrofe natural más e inevitable
Las vacas están ahora famélicas —no todas ellas, solo las de las clases no pudientes—. La miseria impuesta se ceba también con los claros de piel. Nos preocupa más la seguridad de nuestras fronteras, la altura de las alambradas y la eficacia de los pinchos que coronan las vallas defensivas. Los catalanes (nacionalistas o no) son unos catetos porque quieren votar si se independizan del Estado español; son unos palurdos con barretina, no se enteran que viven en un mundo global sin fronteras, que se van a quedar fuera de una Unión Europea de los ciudadanos. Qué ignorantes estos catalanes.
Pero lo sucedido recientemente en Lampedusa (Italia, Europa) le da la razón a Catalunya. Muchos ciudadanos catalanes —menos la mayoría silenciosa del PP, claro— quieren una nueva frontera geopolítica, que no física. Y Europa y España construyen muros cada vez más altos, y alimentan mareas cada vez más fuertes. La Europa de los ciudadanos sí tiene fronteras; mientras que la de los capitales no. El cambio de nombre (UE) no se corresponde con el cambio de realidad y de políticas: sigue siendo la CEE (Comunidad Económica Europea).
Es la selección natural de la especie, dicen los fascistas. Como los que promovieron y aprobaron la legislación italiana que prohíbe socorrer a los inmigrantes. Esa norma probablemente influyó en los dos barcos pesqueros italianos que pasaron de largo ante las llamadas de socorro de los inmigrantes en el barco en llamas. Pero no impidió que otros pescadores sí los socorrieran. Para las conciencias responsables de aprobar y mantener esa legislación fascista, en la denominada Europa de los pueblos, probablemente las más de trescientas muertes de hombres, mujeres (algunas embarazadas) y niños, forman parte de esa selección natural, no darwiniana sino mercantil y patriótica. No es suficiente otorgar la nacionalidad italiana a los inmigrantes muertos en la tragedia; y una burla insultante y cruel multar con miles de euros a los supervivientes.
En España somos muy rápidos ilegalizando partidos abertzales. Pero muy permisivos con los matones de los partidos de extrema derecha que pegan empujones en actos públicos, que hace no muchos años daban palizas con bates de béisbol (¿consecuencia también de la desmemoriada santa Transición española?). En Grecia permitieron también dar empujones a los matones de "Amanecer Dorado", para abrir paso a su líder Nikolaos Michaloliakos, y parece que ahora intentan pararles los pies (quizá demasiado tarde) tras haber asesinado a un ciudadano. En España matones de su mismo signo ideológico torturaron y asesinaron a sus anchas con la supuesta democracia ya vigente.
Los occidentales (europeos, norteamericanos) hemos sido muy buenos (¿en pasado?) exprimiendo colonialmente las riquezas ultramarinas (o cercanas) y esclavizando a los negritos del África tropical (y a americanos, y a asiáticos...). Muy desmemoriados (especialmente los españoles) con la emigración de los años cincuenta y sesenta; repetida ahora en forma de jóvenes titulados universitarios y científicos, de cualificados y no cualificados, también a otros países europeos y americanos.
Eritreos y somalíes; deherederados del mundo. Aquí en España, en menor número, compatriotas subsaharianos vuestros también mueren, intentando alcanzar lo que ellos consideran un mundo y una vida mejores. Aquí, en esta gran Europa, se expulsan y cierran las fronteras a sus propios ciudadanos (por su etnia y/o por su origen), y se multa y encarcela a los mendigos. Pasados estos días de rabia, ignominia y vergüenza —acertó el Papa Francisco—, los telediarios y noticieros, la vida occidental, volverá a la normalidad. Fallecidos en Lampedusa, muertos y enterrados vuestros cuerpos recuperados y desaparecidos, en la tierra y en las conciencias, haciendo paráfrasis del título de la magnífica película de Agustín Díaz Llanes, nadie hablará de vosotros. Salvo, quizá, una mayoría de hombres y de mujeres de buena voluntad, de corazón blanco o de color.
No hay comentarios:
Publicar un comentario