Me resulta admirable el elegir un mismo destino para disfrutar las vacaciones durante cincuenta años consecutivos. Lo entiendo perfectamente, cuando ese destino se trata de la isla de Mallorca, en la cual resido desde hace muchos años y ha visto nacer a mis hijas. Probablemente, si viviera en un país de clima más duro, haría lo mismo. Pero, como por clima mediterráneo y entorno natural juego con ventaja, sinceramente no me veo acudiendo al mismo lugar durante el resto de mi vida; principalmente porque creo que ya me faltan años (y dinero) para viajar a todos los lugares que a mi familia y a mí nos gustaría visitar, y para retornar a muchos de los enclaves que a mi mujer y a mí nos agradaron.
Cincuenta veraneos en la isla balear han cumplido un entrañable matrimonio de ancianos alemanes, Eduardo y Marianne Klevers. Empezaron a visitar la isla en los años sesenta, al inicio del 'boom' turístico, y del maremoto de ladrillo y de hormigón hotelero. El matrimonio Klevers, que inició sus visitas a Mallorca siendo veinteañeros, ha envejecido al compás de sus vacaciones. Se han hecho mayores al tiempo que la isla preponderaba el turismo masivo de sol y playa al no masificado y de calidad —que no es sinónimo de élite—.
Un viaje en el tiempo más corto y menos intenso que el que va de la "isla de la calma" descrita a comienzos del siglo XX por Santiago Rusiñol, a la del bárbaro turista que arranca el váter de la habitación del hotel para lanzarlo después por la ventana. O deposita excrementos encima de las aspas del ventilador de techo, y lo pone en marcha para esparcir las heces por la habitación del hotel (grabarlo y colgarlo en Internet) —hechos, estos dos últimos, totalmente verídicos—. Este turismo estúpido es el que sale en los medios de comunicación, y no el mayoritariamente sensato. ¿Quiénes y por qué han tolerado este grado de desprecio y salvajismo, a cambio de un puñado de euros y/o libras esterlinas? Ustedes mismos están en disposición de sacar sus propias conclusiones.
Los Klevers hacen de embajadores y publicistas desinteresados de Mallorca y, por derivación, de las Illes Balears. Tienen una complicada tarea, con muchos frentes abiertos: la prensa sensacionalista germana; los desplantes de la princesa consorte Letizia Ortiz; la dudosa protección del territorio; los incendios; las reyertas y comas etílicos callejeros; las borracheras "todo en uno" (vuelo, bares y discotecas, vuelo); los turistas despeñados de los balcones hoteleros ('balconing'), precipitados por la embriaguez y la inconsciencia.
La pareja germana —ama de casa y contable retirado— se merece todo tipo de reconocimientos y premios. De hecho, el 'president' de las Illes Balears, José Ramón Bauzá, les ha ofrecido una recepción y obsequiado dos libros. Entre los agradecimientos se menciona su "participación en costumbres y festividades de Mallorca". Y es en este punto donde, sin reducir mi admiración por tan simpático matrimonio, me veo en la obligación de efectuar un reproche. En las entrevistas televisivas que han efectuado a los Klevers no les he escuchado pronunciar ni una sola palabra, además de en la lengua de Goethe, en mallorquín o en castellano. Y ello pese a que "saben expresiones sueltas, aunque se muestran reacios a pronunciarlas" e "intentaron aprender el idioma, pero 'son más de números y les resultaba muy difícil'", como afirma y pretende justificar su amigo (y traductor en la recepción oficial) Lluc Pou.
No pretendo que se licencien en filología catalana o hispánica, y confío que la salud de los Klevers les permita seguir visitándonos muchos años más. Pero opino que cincuenta años de estancias en la isla, algunos de los cuales en varias ocasiones, son suficientes para ser capaces de decir "'bon dia'/buenos días" o "'gràcies'/gracias". Y qué gran gesto de integración sociocultural completa dirigido a sus compatriotas hubiera supuesto, al ejemplarizar que en las Illes Balears se hablan otras lenguas, además del alemán.
Planteándome la hipótesis de una situación similar a la inversa, cincuenta años visitando (siquiera esporádicamente) Alemania, y, suponiendo que hubiera sobrevivido hablando castellano (que ya es mucho suponer), habría intentando pronunciar al menos 'danke'.
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