Tras la comparecencia ante el Congreso de los Diputados del presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy Brey, el vacacional uno de agosto, se nos ha vuelto a quedar a los ciudadanos cara de tontos (una vez más; ya casi la llevamos a diario).
Lo más novedoso que el presidente aportó fue el cambio de la calificación personal respecto del imputado Luis Bárcenas: le sustituyó la etiqueta de "presunto inocente" por la de "falso inocente; presunto culpable". Frase quizá efectista en un discurso parlamentario, literalmente leído (fin de la cita), pero pobre para un licenciado en Derecho y, como nos recuerda constantemente, registrador de la propiedad en excedencia potencialmente muy bien remunerado.
Rajoy admite que se equivocó —estilo Juan Carlos I, pero sin escenificar arrepentimiento—, confiando en Bárcenas. Hasta ahí toda su responsabilidad. Según lo previsto: ni perdón, ni dimisión, ni convocatoria de elecciones legislativas. Fiel al modelo ideológico de su partido y de su gobierno, mentira tras mentira, silencio tras silencio; con gran soberbia y escasa vergüenza. Seguimos gobernados por su primer gran engaño y fraude electoral: el programa con el que el Partido Popular concurrió a las pasadas elecciones generales, incumplido sistemáticamente; las que le otorgaron el férreo y mayoritario respaldo al que, por el brote verde turístico estival, por el bien de la nación y de los mercados, no pueden ni deben renunciar.
En el 'collage' ideológico-político al que el gobierno del PP nos tiene sometidos, cabe de todo. Nos imponen un modelo socio-jurídico-laboral anglosajón; con mucha flexibilidad laboral para los patronos, despido fácil y barato, debilitamiento de la negociación y representación colectiva y sindical. Pero, eso sí, salarios asiáticos; aún elevados para el FMI, que "recomienda" reducirlos un 10%. Recortan en cultura, investigación y educación, sanidad y servicios sociales; y regalan la "gestión" de los servicios públicos al lucro privado. En otra de sus grandes mentiras, el rescate bancario —ya saben, aquél que era un gran negocio para la hacienda pública, ayudas que se recuperarían con grandes réditos—, ya da por perdido la mayoría del dinero público inyectado en las cajas nacionalizadas: 36.000 millones de euros de un total de 52.000 millones de euros. Mal que le pese al "bankero" Goirigolzarri, rescate de los grandes bancos ("sistémicos") y sus banqueros.
Pero en este lienzo no cabe el concepto de responsabilidad política. Como bien recordaban algunos de los oradores parlamentarios, en cualquiera de esos "flexibles" países anglosajones en los que un cargo político o público (no digamos un presidente de gobierno) hubiese enviado mensajes de ánimo a un defraudador tributario y delincuente económico, dicho cargo hubiera dimitido al trascender los hechos —hora arriba, hora abajo; día arriba, día abajo—.
Por muy fuertes y altas que sean las ovaciones y largos los aplausos de la hueste "popular" de Rajoy; por mucho que grite el fiel escudero-portavoz Alfonso Alonso; el volumen no consigue acallar las mentiras, silencios y medias verdades. Por mucha euforia gubernamental agostera —con las 'trolley' vacacionales esperando a las puertas del Senado, como premio merecido al trabajo bien hecho—, el perfume y el sudor no consiguen disimular la pestilencia de las cloacas (financieras y políticas) de la calle Génova 13. Tufo que gana intensidad por el fortísimo calor del mes de agosto; combatido por los poderes político, económico y mediático afines con máscaras de oxígeno en forma de inverosímiles justificaciones —elocuente presencia, en la tribuna de invitados, del presidente de la Asociación Española de Banca (AEB), Miguel Martín, junto a María Dolores de Cospedal—.
Dejando aparte las fiestas "bunga-bunga" y a "Ruby Rompecorazones", ya se habla de la "berlusconización" de Rajoy —Rubalcaba no ha sido el primero en utilizar el término—. En honor al recto primer ministro español, hay que reconocer que el sello de don Mariano es genuino; impronta que bebe de las clásicas picaresca y desvergüenza hispanas; de los sobre-sueldos (en "a" y en "b"). La mezcla de hedor y calor se tornan insoportables.
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